Más medicina(s) no significa más salud
¿Se acuerdan del caduceo de Esculapio -dios de la medicina- con dos serpientes enroscadas en sentido contrario? Pues bien, recuérdenlo siempre que les receten un medicamento o les propongan una intervención. Una es la serpiente buena, la que dota al fármaco de propiedades terapéuticas: administrado en dosis y en el momento oportunos resulta beneficioso. La otra serpiente representa el lado oscuro de la(s) medicina(s): toda actuación médica implica un riesgo y por ello los profesionales estamos obligados a calibrar muy bien nuestras recomendaciones y a hilar fino en las recetas.
No es una cuestión de ahorro. Bueno, no solo es una cuestión de ahorro sino, además, de proteger la salud de la población. Hemos de superar el reflejo de que, si no hay receta, la visita al médico no ha servido para nada, y más bien alegrarnos cuando no nos han recetado nada. ¿Por qué? Pues muy sencillo: los efectos adversos de los fármacos constituyen una causa frecuente de problemas de salud, ingreso hospitalario y muerte. Hace poco más de una década, la doctora Barbara Starfield , del Departamento de Políticas de Salud de la facultad de Johns Hopkins, publicaba en la revista de la Asociación Médica Americana un trabajo en el que atribuía a los medicamentos más de 100.000 muertes al año en Estados Unidos; y a intervenciones quirúrgicas innecesarias, más de 12.000. En conjunto, la mortalidad por causa yatrogénica (médica) en EEUU se situaba en el año 2000 en tercer lugar tras la enfermedad cardiovascular y el cáncer. Desconocía hasta hoy datos al respecto en España, pero los que aporta el doctor Ruiz Riera (4.500 muertes anuales) son contundentes: la serpiente mala es más venenosa de lo que comúnmente se cree.
De ahí que en los últimos años hayan ido madurando movimientos críticos con los modos actuales de hacer medicina, que han alzado su voz contra la práctica de recetar con evidencias científicas cuestionables cuando no sesgadas por los intereses corporativos, no solo de la industria sino también de los lobis profesionales y de las llamadas sociedades científicas. Somos cada vez más los que, por poner algunos ejemplos, no creemos en la prevención de la enfermedad cardiovascular a base de pastillas para el colesterol, cuestionamos el tratamiento indiscriminado de la osteoporosis, sospechamos de un exceso de cirugías por artrosis o desaconsejamos los cribados del cáncer de mama, colon o próstata.
Desde luego, la figura central en el reordenamiento de la prescripción farmacológica es el médico de familia. La propia doctora Starfield corrobora lo que hace más de 40 años opinaba Hafdan Mahler, exdirector general de la OMS, según el cual la salud de la población se vería amenazada por el exceso de especialistas. Las evidencias de que disponemos indican que el médico de cabecera debe coordinar y dirigir el proceso terapéutico de forma que podría prevenirse la acumulación de prescripciones realizadas por los diferentes especialistas, muchas de ellas innecesarias.
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