El mito de Hipócrates
Por: Diego Legrand & Ana Ramos

FOTO: GUILLERMO PEREA /CUARTOSCURO.COM
EN ESTADOS Unidos y Europa, hace tiempo que se ha abierto el debate sobre cuál debería ser el precio justo de los medicamentos para enfermedades graves. Frente a la multiplicación inédita de los costos de los tratamientos para el cáncer y otras enfermedades complejas, varias aseguradoras públicas y privadas han comenzado a prohibir o dejar de rembolsar los fármacos demasiados costosos con efectos limitados. Sin embargo, en América Latina, como en la mayoría de los países en vías de desarrollo, no solo se ve lejana la posibilidad de tener una amplia discusión pública sobre el tema, sino que recibimos en gran medida las sobras de los medicamentos vetados en Occidente.
Hace casi cuatro años, en 2012, los investigadores franceses Bernard Debré y Phillipe Even publicaron una guía de 4000 medicamentos útiles, inútiles o peligrosos, entre los cuales 65 productos destacaban como particularmente inocuos e incluso peligrosos. Mientras que en Francia varios de esos productos fueron retirados, según se puede observar en la página de la Agencia Nacional de Seguridad del Medicamento y de los Productos de Salud (ANSM), en México permanecen a la venta veinte de ellos, entre los cuales destaca uno particularmente costoso, conocido como Avastin, o Bevacizumab, bajo su nombre genérico. Un tratamiento presentado como revolucionario para el cuidado de pacientes con cáncer en fase terminal que, de acuerdo con los investigadores, resultó ser mucho menos eficiente de lo previsto, pero extremadamente oneroso para el sistema de salud.
A lo largo de su historia, el medicamento ha estado en el epicentro de varios escándalos. El más reciente ocurrió en Veracruz, en enero de 2017, al descubrirse que se había suministrado a niños un placebo compuesto por agua, en vez de Bevacizumab, desde por lo menos 2011. Aunque el laboratorio Roche salió a defenderse para explicar que no se trataba de un producto suyo, y que tampoco era un medicamento aconsejado para los menores de 18 años, no pudo impedir que se asociara su nombre con un procedimiento dudoso.
EL ORIGEN
Como ocurre con los grandes descubrimientos, un poco por error, en 1971 un cirujano del hospital infantil de Boston, Judah Folkman, concretó una sencilla pero innovadora teoría que rompería paradigmas en el mundo de la investigación sobre el cáncer. De acuerdo con el artículo publicado en aquel entonces en el New England Journal of Medicine,Folkman asumió que, si lograba detener el flujo de sangre y de nutrientes a las células cancerígenas, podría inhibir su reproducción y evitar la proliferación de la enfermedad, y así cortar el mal a la raíz.
La idea era brillante, no solamente por su indudable aporte médico, sino porque ofrecía a su desarrollador la oportunidad de tratar prácticamente cualquier tipo de cáncer existente con una sola medicina, lo que a su vez planteaba un potencial margen de rentabilidad enorme para quienes desarrollaran la cura de una de las enfermedades más caras del siglo. Una verdadera mina de oro.
Así que, durante la década siguiente, varios equipos de investigadores se dedicaron a aislar los factores que facilitaban el desarrollo de nuevos vasos sanguíneos —proangiogénicos en la jerga médica— para crear moléculas capaces de inhibir este proceso. En otras palabras, crearon moléculas que impedirían el flujo de nutrientes a las células cancerígenas. La más famosa de esas moléculas fue concebida por el laboratorio Genentech bajo el nombre de Bevacizumab y comercializada en 2004 por la farmacéutica Roche como Avastin.
Al principio, esta fue utilizada únicamente para el tratamiento de cánceres de pulmón, colon, seno y riñón —los mercados más redituables-, pero pronto se extendió su uso a otras ramas en función de diversos ensayos clínicos. En tan solo seis años, el Avastin alcanzó un mercado mundial de 6,000 millones de dólares anuales en el mundo. El equivalente del producto interno bruto de un país pequeño, como Guyana o Bután.
Sin embargo, hubo una falla en el razonamiento. Un aparente error en el producto que a la fecha los laboratorios productores se han encargado de encubrir. De acuerdo con la guía de los investigadores Bernard Debré y Phillipe Even, 4000 medicamentos útiles, inútiles o peligrosos, el producto nunca cumplió sus promesas. Peor aún: además de no tener ningún efecto medible por fuera de la quimioterapia y de tener un costo particularmente elevado, el Bevacizumab acarrea una serie de efectos secundarios graves muy poco publicitados.
Es decir que, además de ser inocuo y muy costoso, el Avastin podría presentarse en algunas situaciones como un producto peligroso. En su trabajo, los científicos incluso demostraron que los estudios realizados por Roche habían sido presentados de manera ventajosa, a pesar de que en el detalle evidenciaran más o menos lo mismo que lo que denunciaban Debré y Even. Lo mismo que habían acusado dos periodistas de The New York Times, Gina Kolata y Andrew Pollack, casi cuatro años antes, en 2008, sin que se les prestara demasiada atención y que confirmaron los estudios del Observatorio Medicamentos de Alto Impacto Financiero (MAIF) en 2015.
En 2012, sin embargo, la investigación vino a enmarcarse en un contexto mucho más escéptico respecto a la utilidad de estos medicamentos. Desde 2011, la agencia de Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA en inglés) lo había prohibido para etapas avanzadas del cáncer de mama, lo que representaba anteriormente una sexta parte del uso del medicamento. Después de la publicación varias aseguradoras públicas y privadas dejaron de reembolsar su uso para tratar ese tipo de cánceres, aunque siguieron haciéndolo para cánceres colorrectales o tumores cerebrales, por ejemplo. De cualquier forma, el golpe fue duro para Roche, que contraatacó a través de una serie de publicaciones favorables destinadas a diversas revistas médicas de viejo continente.
Luego, el Instituto Nacional para los Cuidados de Salud y la Excelencia de Gran Bretaña (NICE) dejó de costear los medicamentos, cuyo precio superaba los 25,000 euros por año en promedio —aunque el costo varía según el tipo de medicamento en cuestión—, mientras que tanto el Instituto Nacional del Cáncer como la revista Nature Medicinepropusieron que se rechazara el acceso al mercado para las nuevas moléculas que aportaran menos de tres meses de vida en cánceres avanzados y de cuatro a seis meses sin recaída para los otros. Con base en esta categorización, el instituto inglés también decidió dejar de rembolsar el uso de Avastin para cánceres colorrectales y de ovarios, lo que dejó poco campo libre a la molécula.
Aunque nadie quiso decirlo en voz alta, estos cambios apuntaron particularmente a la nueva generación de medicamentos de alto costo para el cáncer, según explicaron editoriales de The Washington Post y The New York Times en Estados Unidos, ese mismo año. De acuerdo con la revista JAMA Oncology, el precio de los fármacos para el cáncer no solo era demasiado alto, sino que no reflejaba en nada el beneficio aportado a los pacientes, casi diez veces menor a su costo de venta. Lo mismo que denunciaban desde hace tiempo diversos médicos reconocidos, como el presidente del departamento de Leucemia en la Universidad de Texas, Hagop M. Kantarjian.
En varias partes del mundo, el Avastin se volvió indeseable.
El caso empeoró cuando en 2014 quedó comprobado el hecho de que Genentech había pagado a varios doctores para que recetaran un nuevo medicamento conocido como Lucentis, prácticamente idéntico al Avastin, pero casi diez veces más caro, para tratar una degeneración macular ligada a la edad (DMAE). El escándalo estalló internacionalmente y la firma incluso fue castigada por sus malas prácticas. En esta ocasión, también se evidenció la colusión de los numerosos doctores que, en conocimiento de causa, prefirieron recomendar Lucentis, y se publicaron distintos trabajos denunciando los modos de presión o de corrupción con los que las farmacéuticas cooptaban la clase médica, generalmente a través de la oferta de coloquios o de equipo médico que, sin entrar en la categoría de soborno, se aparentaban, sin embargo, con prácticas desleales hacia el paciente.
Aunque el avance fue progresivo y enfrentó el tiro nutrido de la poderosa industria farmacéutica en su conjunto, el cuestionamiento sobre el costo-eficiencia de los medicamentos para el cáncer se volvió un tema relevante en la mayoría de los países del primer mundo y algunos avances se lograron al respecto, buscando redireccionar parte del presupuesto público en tratamientos más funcionales y diagnósticos tempranos para esta y otra enfermedades.
EL NEGOCIO MEXICANO
En México, sin embargo, al igual que en otros países de Latinoamérica, a cinco años de la publicación de esta investigación y de los escándalos subsecuentes, sigue sin haber una discusión pública respecto a este y otros medicamentos costosos, en tanto que gran parte de los especialistas entrevistados continúan recomendando el producto de Roche. De los cuatro médicos entrevistados para este trabajo, tres lo recomendaron, pero ninguno pudo explicar detalladamente sus efectos benéficos, más allá del argumento de venta de Roche sobre los dos meses de vida que prolonga a los pacientes en etapas avanzadas de cáncer.
Tan solo en 2015, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) compró cerca de 55 millones de pesos de Bevacizumab. A su vez, la Secretaría de Salud (SSA) solamente compró una dosis del medicamento por un valor de 10,744 pesos para el Hospital de la Mujer en 2016, según reportaron las tres entidades por transparencia. Esto ofrece una pequeña idea del gigantesco mercado que se articula alrededor de los medicamentos para el cáncer en México, entendiendo que el sector público, pagado por las contribuciones de los trabajadores y los impuestos de los ciudadanos, todavía representa más de la mitad (51.7 por ciento) de la industria en el país.
Ahora que se anunció la llegada de una nueva camada de medicamentos preparada por los mismos laboratorios (AstraZeneca, Roche y Merck, entre otros), cuyo costo debería seguir la curva de aumento continuo que han conocido los productos contra el cáncer durante los últimos 18 años (12 por ciento anual), se hace particularmente necesario tratar de entender por qué el sistema de salud mexicano sigue invirtiendo grandes cantidades de dinero en un medicamento cuyo costo-eficacia ha sido tan controvertido a escala mundial, cuando otros países han dejado de hacerlo hace tiempo.
De no hacerlo, según el director del centro para la política de salud del hospital Memorial Sloan Kettering, Peter Bach, podría romperse completamente “el último paso del ciclo de innovación, la distribución de los medicamentos a los pacientes” y paralizarse por completo el sistema de salud pública, tanto en Estados Unidos como en cualquier país que siga su modelo.
LA OPACIDAD DEL SISTEMA DE SALUD
En un primer tiempo se realizaron solicitudes acerca de las alertas sanitarias existentes respecto al Bevacizumab en todo el país. La Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) contestó inmediatamente que no emitió ninguna.
El problema es que tampoco lo hizo respecto a los medicamentos Arcoxia o el Celebrex, que fueron dos antiinflamatorios que provocaron grandes escándalos a principios del siglo. Ambos casos fueron tan graves que los propios laboratorios retiraron su producto del mercado en varios países, en tanto que en México sobrevivieron con la única obligación de incluir en su etiqueta la sencilla advertencia de que su producto podría producir efectos secundarios, como insuficiencia cardiaca e hipertensión. Así que no se puede decir que las alertas de la Cofepris sean un indicador fiable sobre la peligrosidad de un medicamento para sus consumidores.
Y es que una de las particularidades del sector salud a escala mundial, advierte el investigador del banco Mundial Maureen Lewis, es la asimetría de conocimiento que separa a los doctores y los otros agentes del mercado del paciente que recibe los tratamientos. Sobre todo, en los casos de enfermedades graves, en las que estos y sus familiares muchas veces no están ni conscientes del costo del tratamiento o se encuentran dispuestos a todo para hallar una cura milagrosa. Uno confía ciegamente en sus doctores, particularmente cuando enfrenta graves enfermedades terminales —explica— sin cuestionar su relación con los proveedores de medicamentos o los motivos por los que recomienda un producto más que otro.
En la práctica, se supone que el Estado es el ente encargado de balancear esa asimetría en favor del consumidor, pero en Latinoamérica su radio de acción se ha visto seriamente limitado por la corrupción. Para darse una idea de la escala en que se practica el sistema de sobornos en México, puede considerarse el informe de la consultora Global Health Intelligence de 2016, el cual afirma que en el país “las comisiones sobre contratos gubernamentales pueden alcanzar 25 por ciento y 30 por ciento del valor total del proyecto en forma de dinero en efectivo y bienes materiales tales como computadoras, automóviles, terrenos, construcciones, viviendas y favores a políticos”. Se trata de una estimación mínima del gasto negro en este rubro.
Más allá de esta forma de corrupción existe una mucha más solapada, pero igual de lucrativa, basada justamente en la asimetría de la relación entre médicos y pacientes, o entre las grandes farmacéuticas y sus clientes en general, ya sean administraciones públicas o particulares.
Ya no se cuentan los escándalos que ha vivido el sistema de salud mexicano en los últimos diez años, y es aún mayor el número de historias que todavía no estallan a la luz pública. Se puede mencionar el caso de Xigris, el medicamento que fue presentado como la cura milagrosa contra la sepsis. Después de que se revelaran los resultados del ensayo clínico “Prowess Shock”, realizado por la Agencia de Administración y Alimentos estadounidense (FDA en inglés), en los cuales se reflejaba que el medicamento tenía el mismo efecto que un placebo. La empresa responsable, Lilly, retiró su producto del mercado en aquel país mientras que en México no se emitieron alertas al respecto y su licencia únicamente se revocó hasta que terminó su contrato, en 2014.
Otra historia mucho más reciente fue la de la empresa Rimsa, la cual fue acusada en 2016 de falsificar documentos y mentir acerca de los ensayos de sus pruebas, lo que obligó la Comisión Federal para la Protección de Riesgos Sanitarios (Cofepris) a retirar sus productos del mercado. Y los ejemplos sobran.
En México, donde la inversión en el sector salud representa cerca de 6.2 por ciento del producto interno bruto —una de las tasas más bajas de la OCDE—, la reiteración de esas prácticas muy poco denunciadas por fuera de revistas especializadas justificaría que se le preste una atención particular. Sobre todo, cuando se estima de forma conservadora que podría estar perdiéndose cerca de un tercio de ese presupuesto y cuando se sabe que la compra de medicamentos por sí sola equivalió a 2.7 por ciento del PIB en 2015, es decir, más de 30 billones de dólares estadounidenses.
Porque, incluso en cuestiones médicas, en el ramo de la batalla contra el cáncer los resultados recientes no han sido nada alentadores. De acuerdo con un informe publicado en 2013 en The Lancet Oncology,se tiene una incidencia global de cáncer en el continente mucho menor a la de Estados Unidos (163 por cada 100,000 habitantes, contra 300 en Estados Unidos). Sin embargo, el número de muertes asociada duplica la cifra a la del vecino norteamericano, entre otras cosas debido a un diagnóstico tardío y a un menor acceso a los servicios de salud.
En ese ámbito es donde cobra relevancia la discusión sobre el Avastin, porque el dinero que se utiliza en fases terminales, donde las familias de los pacientes son más vulnerables, podría usarse en otros rubros, como en el diagnóstico temprano de cánceres que entonces sí pudiesen ser tratados con propiedad y bajar el índice de mortalidad a escala nacional.
La Secretaría de Salud, el IMSS y la Cofepris no respondieron a solicitudes de entrevista. En todos, los responsables de comunicación fueron evasivos, a pesar de que se les buscó por teléfono y correo constantemente.
A la par, se solicitó por transparencia el total de compras de los veinte fármacos que siguen a la venta y resultó que en los últimos cinco años se gastaron en ello cerca de 5,550 millones de pesos que hubieran podido ser ahorrados y redistribuidos a otras áreas, ya que, de hecho, es una cifra un poco mayor al recorte al presupuesto de Salud Federal ejercido en 2016.
Las compras de Avastin de estos últimos cinco años evidenciaron algunas de las principales fallas legales e ilegales del sistema de compra de fármacos para entidades públicas en México.
Y es que la compra de medicamentos en los estados es otro de los focos de corrupción que permanecen en el país. Según una investigación realizada por el periódico Excélsior en 2014, las “licitaciones dirigidas, (los) sobreprecios de hasta 300 por ciento, (las) compras menores a las requeridas, (el) robo de producto y (el) enriquecimiento de funcionarios estatales son algunas de las anomalías que en los últimos dos años provocaron un quebranto de al menos 1,772 millones de pesos en la adquisición de medicamentos en cinco estados: Guanajuato, Chiapas, Tabasco, Guerrero y Morelos”.
En teoría, para grandes compras oficiales siempre se deberían realizar licitaciones públicas con por lo menos tres empresas, pero de acuerdo con el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), cuando hay pocos proveedores de un producto y el gobierno hace compras “importantes”, este tiene derecho de negociar con una sola empresa, lo que se conoce como adjudicación directa.
Este podría ser el caso del Avastin, si no fuera porque existen varios proveedores diferentes de un medicamento producido por un solo laboratorio. Como ha sido denunciado en reiteradas ocasiones, otro de los principales problemas que enfrenta el sector farmacéutico en México al momento de adquirir medicamentos es que existe un oligopolio en la distribución de fármacos a entidades públicas.
El fenómeno se caracterizó en este caso por el hecho de que la empresa Grupo Fármacos Especializados se llevara 74 por ciento del total de compras de los veinte medicamentos realizadas por parte del IMSS, equivalente a 571 millones 959,750.65 de pesos, mientras que otras 95 compañías se repartieron el 26 por ciento restante.
Si solo se tratara del Bevacizumab podría considerarse un asunto sin gravedad al encontrarse todavía el medicamento bajo el sistema de patente y ser, por lo tanto, detenido por una única firma, pero la concentración en los proveedores de medicamentos del Estado es un problema de fondo que ha sido denunciado en diversas ocasiones.
Según la investigación de la periodista Orquídea Soto realizada para Forbes en 2014, hace unos años el problema del oligopolio en la distribución de medicamentos era evidente en el país, cuando lideraba el mercado una compañía conocida como Casa Saba, la cual detentaba 32 por ciento del total de distribución en México, seguido por Nadro con 23 por ciento, mientras que Marzam y Fármacos Especializados se repartían otro 10 por ciento y una serie de repartidores regionales como Ralca y Maypo cooptaban el tercio restante. Pero recientemente la situación cambió, Saba se desplomó y sus competidores aprovecharon para copar todavía más el mercado.
De acuerdo con las declaraciones de Ignacio García-Téllez, director de Deals del Sector Salud de PwC México, recogidas por El Financiero, el mayor reto que vivieron las distribuidoras mexicanas en esos años y que llevaron a la caída de Saba fue la aparición en el mercado de cadenas de farmacias y de autoservicio que a través de convenios directos con laboratorios desestabilizaron el mercado tradicional de la distribución. Pronto, lo que pareció presentarse como una buena noticia se transformó en una situación aún peor para la competencia en el país.
La integración vertical de grandes cadenas como Genomma Lab que compró la mayor parte de Marzam recientemente no solo destrozó el tradicional oligopolio en la distribución de medicamentos, sino que llegó hasta el punto de generar nuevos oligopolios inmiscuidos en prácticas ilegales como el hecho de realizar acuerdos con su competencia que hubieran llegado a elevar en 30 por ciento los precios de venta de los medicamentos al público. E incluso peor, apenas el año pasado Nadro fue acusada por la Comisión Federal de Competencia —con base en las revelaciones de los Panama Papers— de haber comprado a su competidora Marzam sin evidenciarlo, conformando así un cuasi monopolio mexicano y otro capítulo en la historia negra de la distribución de medicamentos.
En teoría, para remediar estos problemas fue creado el sistema Compra Consolidada de Medicamentos, promovido por el Ejecutivo federal en 2013, el cual trataba de reunir todas las compras en un mismo proceso dirigido por una misma instancia para facilitar su fiscalización. Además, se han implementado acuerdos internacionales como el del IMSS y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), los cuales firmaron un memorándum de entendimiento en 2011. A pesar de estos esfuerzos en los que participan entidades federales y regionales, persisten numerosos rezagos de corrupción en el sistema de salud.
Esto resultaría aún más grave si se comprobara que, además de permitir la monopolización de mercados y la pérdida de dinero en sobornos, el complejo mexicano de salud solapa la compra de medicamentos ineficientes o incluso peligrosos, como afirman los investigadores franceses que es el caso del Avastin, o como hemos visto en los ejemplos de productos protagonistas de escándalos internacionales que no fueron retirados hasta muy tarde en el país. Esto sin hablar del mercado negro de medicamentos que representaba en 2009 cerca de 2,000 millones de dólares según la consultora Krall.
EL NEGOCIO DE LOS LABORATORIOS
Entre otros motivos presentados por los laboratorios para justificar el precio de sus moléculas, el mayor y más loable es quizás el alto gasto invertido en su investigación. De acuerdo con la encargada de comunicación social de Roche, Elvira Gómez, entrevistada para la ocasión, en 2015 el laboratorio invirtió 9,300 millones de francos suizos en investigación global, de los cuales 640 millones se destinaron a Latinoamérica y, específicamente, 195 millones a México. Teniendo en cuenta que su cifra de utilidades para ese mismo año fue de 9.06 billones de francos suizos (5 por ciento menos que en 2014) y que sus ventas ascendieron a cerca de 48.1 billones de dólares, la inversión en investigación global representa menos de 20 por ciento de las ventas anuales de la empresa, en tanto que su inversión en México es prácticamente insignificante en comparación con el mercado que le abre sus puertas.
Lo que más o menos concuerda con la denuncia de los franceses Debré y Even, quienes estiman que, en promedio, los laboratorios inviertan solo cerca del 5 por ciento de su presupuesto en investigación, 15 por ciento en desarrollo, 10 por ciento en la elaboración del producto y casi 45 por ciento en marketing y lobbying para defender sus intereses en Washington o Bruselas.
Porque en medicinas para el cáncer, más que en cualquier otra área, el precio de venta de un medicamento no corresponde con su costo de desarrollo, sino que es fijado arbitrariamente por su laboratorio. Ese fue el caso del Glivec, una importante terapéutica puesta a la venta en el año 2000 a un precio de casi 50,000 dólares por unidad.
Lo extraño es que su costo de investigación había sido cercano al cero, ya que se trataba de una molécula que conservaba en reserva el laboratorio Novartis desde 1975 sin encontrarle ninguna utilidad, hasta que el investigador Brian Dunkler demostró su eficacia en el tratamiento de las leucemias mieloides crónicas. En aquel momento, el director de la firma justificó su precio no en función de la inversión requerida, sino aseguró que lo había fijado al doble del producto anteriormente existente por su novedad.
Si bien es cierto que en otras ocasiones los laboratorios han hecho muy malas operaciones financieras invirtiendo en productos aparentemente novedosos que no resultaron lo esperado, como ocurrió con la compra de Astra-Zeneca por Sanofi, eso no responde a la interrogante de si son los pacientes los que deben asumir los costos de los riesgos financieros en los que incurren las empresas farmacéuticas en busca de expansión.
Ese, por cierto, fue un caso similar al que sufrió Roche tras el desplome de 8.47 por ciento de sus acciones en la bolsa de Zúrich en 2009, cuando el propio laboratorio admitió que las pruebas de evaluación del uso de Avastin en combinación con quimioterapia para el tratamiento de cáncer de colon en pacientes no habían cumplido los objetivos de reducción del riesgo de reaparición de la enfermedad. Ello apenas unos meses después de que la empresa helvética hizo la adquisición de Genentech y, por lo tanto, de la molécula Bevacizumab, en 46,800 millones de dólares.
Como dijo en entrevista la doctora Erika Islas, jefa de la Unidad de Farmacia del Hospital Infantil de México Federico Gómez, “la industria ha sustituido los viejos medicamentos cuyos derechos han expirado —y que ahora cualquiera puede fabricar como genérico— por versiones teóricamente mejoradas cuya patente vuelven a tener en exclusiva y que son mucho más rentables financieramente. Pero, en la mayoría de los casos, esos productos nuevos no lo son tanto o, aún peor, causan más daños que las moléculas originales”.
Otro proceso complejo y costoso por el que los laboratorios justifican el precio de sus medicamentos es el de los estudios clínicos del producto. El sistema de pruebas rigurosas a los que se tienen que someter en Europa y Estados Unidos es ciertamente oneroso, pero los exime generalmente de volver a realizar este proceso en México. Idealmente, cuando un medicamento genérico va a entrar en el mercado mexicano, pasa por una figura conocida como Tercero Autorizado, la cual es la institución que lo aprueba o rechaza, pero de acuerdo con la doctora Susana Ponce, investigadora de la UNAM, “los estudios clínicos de los medicamentos Avastin, Celebrex y Arcoxia (dos de los escándalos mencionados al comienzo) no fueron realizados en México, porque su registro fue como molécula nueva en la comunidad Europea (EMA)” y simplemente se convalidaron.
Los doctores entrevistados para este tema insisten en el hecho de que la reacción de cada población es diferente ante el mismo fármaco y que por ello no se puede asumir que una enfermedad generada por un producto en Francia forzosamente reproducirá los mismos efectos en México. Empero, parece que esta primicia no aplica para las pruebas clínicas de los medicamentos.
Aunque existen algunas pruebas claras sobre la limitada eficiencia del medicamento, como el informe del Observatorio Medicamentos de Alto Impacto Financiero (MAIF) publicado en julio de 2015 —que evalúa el Avastin con “efectos deseables triviales e indeseables moderados” para el mercado mexicano—, existe una fuerte colusión que va desde los laboratorios y los distribuidores hasta los responsables de compras públicas y los propios doctores que los recomiendan, con el propósito de impedir que los pacientes vulnerables y confrontados a una enfermedad en fase terminal decidan racionalmente el tratamiento a seguir y sus limitaciones.