Opinión

Illia y Oñativia fueron visionarios

Por José Miguel Bonet

La medicalización de la vida es uno de los problemas que actualmente contribuye a la masificación de los consultorios de los médicos, provocando, a la vez, dificultades para proporcionar una atención de alta calidad y frustración en una buena parte de los profesionales.
Entendemos por medicalización el proceso de convertir situaciones que han sido siempre normales, en cuadros patológicos y pretender resolver, mediante la medicina, situaciones que no son médicas, sino sociales, profesionales o de las relaciones interpersonales. La medicalización es un proceso continuo que se autoalimenta y crece de forma constante, facilitado por una situación en la que la sociedad va perdiendo toda capacidad de resolución y su nivel de tolerancia. Su origen es multifactorial, existiendo diversas causas y actores implicados (sociedad, medios de comunicación, industria farmacéutica, políticos, gestores y profesionales sanitarios), jugando el sector sanitario un papel fundamental en dicho proceso. Los profesionales de la salud son, a la vez, actores y víctimas de dicho proceso.
La codicia de las farmacéuticas sigue siendo monstruosa. “La salud debe ser un derecho para todos, las patentes otorgan el control de productos farmacéuticos esenciales a las grandes farmacéuticas, limitando su disponibilidad e incrementando su coste, recordemos que las investigaciones han sido financiadas por los sistemas públicos, con el dinero de todos. Una amenaza colectiva requiere solidaridad, no lucro privado”. Se pide la universalidad de la vacuna y los tratamientos contra la Covid-19. Si esto sucede en la los países desarrollados, ¿qué no pasará en los países pobres? Tenemos cosas que no teníamos, pero esas cosas no son bienes comunes. Son patentes privadas. Ciertas compañías cambian el modo de dosificación de un medicamento -pomada pasa a gel, comprimido a cápsula- para no liberar la patente de una fórmula que, convertida en genérico, beneficiaría a personas desfavorecidas que no pueden pagar por un tratamiento cantidades obscenas. Números que matan. Mariano Barroso, en El sueño de Bianca (2007), refleja una sangrante realidad: en Centroáfrica no hay medicinas para tratar la enfermedad del sueño, porque su producción no es rentable; sin embargo, la eflornitina, que combate esa patología devastadora, se usa para eliminar el vello facial en un cosmético. Esta lógica inmunda se agrava en tiempos de pandemia, con el binomio salud-economía echando humo, tiempos que podrían haber sido oportunidad, no tanto para el aprendizaje, como para poner en práctica lo que ya sabemos. Nos encontramos ante esta realidad, la ciudadanía tiene las manos atadas por Gobiernos que tienen las manos atadas por directrices supranacionales, que tienen las manos atadas por industrias farmacéuticas que encarnan el capitalismo y la hegemonía del lucro sobre el bien común y los derechos humanos. Son jefatura sistémica y se publicitan con el falso eslogan de que su beneficio es el nuestro.
Creo que el pesimismo excesivo es reaccionario y debemos organizarlo, para no caer en la medicalización, hablamos de pruebas, combinaciones de antihistamínicos y antibióticos, remdesivir, colchicina y colutorios preventivos, hasta hartarnos. Moriremos de sobredosis o alergia medicamentosa. De envenenamiento por hidrogel o líquido desinfectante purificador. Consumiremos fármacos que nos costarán un riñón porque queremos vivir, y nuestra ansia de vida enriquecerá a quienes nuestra vida les importa más bien poco. Confío en la ciencia más que nunca -hasta les pongo velas a los dioses de la medicina: Artemisa, Deméter, Hermes, pero no confío en empresas que miran hacia el lugar en el que podría esconderse el beneficio como perdiz en matorral, transforman en pastilla y mercancía la ciencia que en gran parte han pagado los Estados y deciden, por cuestiones crematísticas, quién puede tomar su dosis. Hay quienes están programados por defecto para sacar siempre el palito más corto, en enero de 1964, a pocos meses de que asumiera la presidencia el doctor Arturo Illia, presidente constitucional por la Unión Cívica Radical del Pueblo promulgó la ley de medicamentos, conocida como Ley Oñativia. La misma establecía una política de precios y de control de medicamentos, congelando los precios a los vigentes a fines de 1963, fijando límites para los gastos de publicidad, imponiendo límites a la posibilidad de realizar pagos al exterior en concepto de regalías y de compra de insumos. En definitiva, un férreo control estatal a uno de los sectores más poderosos de la economía de esos tiempos, y que hoy se mantiene como actor de poder pese a los cambios de épocas. La reglamentación posterior realizada por el Ejecutivo Nacional (en el año 1965) fijaba además la obligación para las empresas de presentar mediante declaración jurada un análisis de costos y a formalizar todos los contratos de regalías existentes. Durante este tiempo de debate, se creó una comisión creada por el presidente Illia sobre 300 mil muestras de medicamentos. Muchos de estos medicamentos no eran fabricados con la fórmula declarada por el laboratorio y su precio excedía en un mil por ciento al costo de producción, lo que dejó en claro la necesidad de mejorar el control sobre el sector. Don Arturo supo ejercer la soberanía. Soberanía es el poder de decisión de un país sin depender de terceros y en Salud eso significa poder proyectar políticas estratégicas de planificación, que puedan ser ejecutadas sin dependencias externas ni condicionamientos internos, en especial económicos, de grupos de intereses concentrados a través de los laboratorios de medicamentos y de la presión de los avances tecnológicos, ambos presentados en la medicina alopática como esenciales a la hora del diagnóstico y tratamiento.

Origen: http://www.diarioellibertador.com.ar/notix/noticia/146455_illia-y-onativia-fueron-visionarios.htm

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