A fines del año pasado, las farmacéuticas que desarrollaron vacunas contra el coronavirus –Pfizer, AstraZeneca, Moderna, Johnson & Johnson, las chinas CanSino y Sinovac, y la rusa Gamaleya– se llevaron aplausos casi unánimes por la rapidez con que hicieron, en meses, una tarea que en otros tiempos habría tardado años. Mucho les ayudó recibir miles de millones de dólares de sus gobiernos, así como pagos anticipados de otros países que quisieron asegurarse grandes lotes.
Pero a las pocas semanas, con billones de dólares en juego, comenzó una guerra entre las farmacéuticas por hacerse con los mercados, mientras se desprestigian unas a otras. A las autoridades sanitarias del primer mundo –y, claro está, a los medios de comunicación, sin cuyo concurso las guerras sucias no funcionan– llegaron informes sobre que tal vacuna producía tal efecto colateral no previsto, o que tal otra era menos efectiva.
En cuanto a la efectividad, las vacunas disponibles previenen entre 55 y 70 % de los contagios. Pero –y eso es lo más importante– todas son altamente efectivas (entre 90 y 95 %) para prevenir casos graves, que son los que pueden matar. Y como el gran objetivo es evitar los decesos, todas las vacunas cumplen, incluidas las chinas, atacadas justo en ese punto.
Lo de los efectos colaterales es más complicado. En marzo, AstraZeneca resultó apaleada porque unos poquísimos casos (menos de 1 por cada millón de inyectados) desarrollaron trombos, esos coágulos que obstruyen los vasos sanguíneos y pueden derivar en paro cardíaco, accidente cerebrovascular o fallo pulmonar. Similares efectos se han visto en más de 1 de cada 100.000 mujeres que toman anticonceptivos, y no los han prohibido.
Por el escándalo, algunos países paralizaron la vacunación con AstraZeneca, con gran daño para Europa, pues era la principal vacuna usada allá. A los pocos días, las autoridades recapacitaron y dijeron que el riesgo era insignificante frente al beneficio: 16 de cada 100 pacientes afectados por un covid-19 grave sufren trombos, de modo que no vacunarse es mucho peor. Pero el gran daño fue que millones de europeos que tenían cita para inocularse con AstraZeneca renunciaron a la inyección.
La semana pasada, el turno fue para Johnson & Johnson y su filial Janssen, un laboratorio al que Donald Trump apoyó abiertamente el año pasado (¿hay política en esto?): tras detectar 6 casos sobre casi 7 millones de vacunados (aún menos que AstraZeneca), las autoridades sanitarias de Estados Unidos paralizaron la vacunación con Janssen, que tiene la inmensa ventaja de ser de una sola dosis. Como no era la más usada allá, la campaña de vacunación, que avanza a buen ritmo, podría no sufrir mucho. A Colombia deben llegar varios millones de esa marca en junio, cuando ojalá el asunto haya sido superado.
El daño más grave en Estados Unidos es que los antivacunas –que en ese país son ejército– aprovecharon para reactivar su campaña y ahora más estadounidenses (entre ellos el 50 % de los republicanos, según una encuesta) dicen que no se van a vacunar. Con razón, prestigiosos columnistas y médicos han criticado duramente la decisión de parar la vacuna de Janssen, por un riesgo que los estudiosos de las estadísticas han dicho que es menos de la mitad que el de morir en la calle por recibir un rayo.
Mientras tanto, Pfizer y Moderna, que no han sido atacadas por ahora, se frotan las manos. Las vacunas no son perfectas y, como todo remedio, tienen efectos colaterales. Pero, aun así, está claro que sin ellas no saldremos del lío. Por eso resulta muy irresponsable que, por razones políticas y de negocios, farmacéuticas y autoridades sanitarias estén jugando con la vida de millones de seres humanos, en medio de la peor pandemia en un siglo.
Origen: Farmaguerra sucia – Columna de Mauricio Vargas – Columnistas – Opinión – ELTIEMPO.COM